miércoles, 25 de marzo de 2009

Yo fui actor cuando Franco

La Pietà de Juli y Antonio


Por Manolo Pascua

En los tiempos que vivimos la Piedad ya no es una virtud, es solo un vestigio remoto e inusual.
A partir del texto de Ignacio Amestoy –que nos honró con su visita en las dos representaciones del estreno YO FUI ACTOR CUANDO FRANCO-, Juli Leal y Antonio de Padua han creado para
nosotros una hermosísima alegoría del valor de la piedad.
Un solo actor en escena durante 88 minutos seguidos ha conseguido llevarnos de la mano por la ominosa oscuridad de un tiempo que ya parece sepultado, pero cuyo espíritu aún deambula por entre nuestras vidas. De la mano maestra del maestro Juli Leal, Antonio de Padua interpreta a Manuel García Valdés, un actor que morirá a principios de los 80 aquejado de SIDA.
El Sida era entonces la peste de la que no se hablaba. Hasta que en 1985 Rock Hudson murió de Sida y permitió que se hiciera pública la causa de su muerte. Un acto heroico que dio visibilidad a la enfermedad y supuso el despegue definitivo de la investigación médica que la ha convertido en la enfermedad crónica que es hoy.
Antonio de Padua ha puesto su sensibilidad, su figura fenotípica, su capacidad física y su aptitud interpretativa en manos del talento creador y la sabiduría escénica de Juli Leal. Juli ha sacado lo mejor de cada uno de los materiales teatrales con los que ha compuesto su dramaturgia: la iluminación, el texto, la música, el maquillaje, la utilería, las limitaciones espaciales y el actor.
José Emilio García y Paco Diego han estado a cargo de sonido e iluminación. Su profesionalidad y la visión de Juli han llenado el espacio escénico de sentimientos luminosos y oscuros y translúcidos que amplificaron la actuación de Antonio con destreza y habilidad. Un arte: la luz es vida en el teatro, pero hay que saber convertirla en tiempo y en espacio. Pepe, Paco y Juli lo han conseguido: con la luz retrocedimos en flash back cuando la historia lo requirió y también con la luz nos trasladamos a la platea de un cine de barrio, al parque del Retiro tras un aguacero o a un mal teatro de provincias en el que un corajudo actor nos regaló un maravilloso Capote de Grana y Oro. En directo, mostrando otra faceta más del arte de Antonio de Padua: 88 minutos monologando sin cesar y tres minutos bien entonados de una copla que puso los pelos de punta y arrancó la primera ovación y varios bravos del respetable.
El ambiente, los matices en la voz del actor y la historia me devolvieron veintitantos años atrás, cuando llegué a Madrid dispuesto a comerme la ciudad. Antonio me ha llevado de la mano y hemos visitado un Cascorro que ya no existe, lleno entonces de actores y farándula y cerveza. Hemos remado en las barquitas del Retiro y hemos sentido ese frío atroz del febrero madrileño al salir del María Guerrero en la Plaza de las Salesas. Mientras tanto, en escena el último acto del actor Manolo García Valdés, homosexual, enfermo de Sida y alcohólico. Su amante se acaba de ir a Nueva York, separados para siempre por causa de la enfermedad. Él regresa al salón de su casa, enorme placenta virtual en la que se siente protegido.
Allí solo hay whisky, cigarrillos y vestigios de un pasado no muy glorioso de cómico de la legua. Y con él, con Manolo García Valdés, conviven los demonios más atroces.
El miedo. Está en los cigarrillos urgentes, en la furtividad de esa cajita misteriosa de la que saca de tanto en vez una o dos pastillitas; está en la rebequita beis que coloca amoroso sobre el respaldo de la silla en la que está su madre muerta años atrás. Está en el relato de sus amores prohibidos, convertidos en delito por la ley de vagos y maleantes.
El dolor. Está en el telegrama del amante perdido y en los carteles viejos, estaciones del tren en que viajó su vida. Está en la mirada infantil de un hombre con una enfermedad que estallará en vómitos de bilis, en toses de sangre, en dolores imposibles de calmar ni tan solo con morfina. Pero el dolor, en realidad, está en la esencia misma de la vida y esta sutileza la captaron Ignacio Amestoy en la creación del texto, Juli Leal en su concepción del hecho dramático y Antonio de Padua en su interpretación del personaje. Para todos ellos, hic et nunc, el dolor es vida.
La muerte. Antonius Block, personaje que reta a la Muerte a una partida de ajedrez en el Séptimo Sello, convocado aquí por Manuel, será el invitado de piedra esta noche. Block, invisible, trae la muerte consigo y nos la presenta oficialmente cuando el maniquí de otro tiempo cae al suelo, arrojado por Manuel, como el rey inerme ante el jaque mate. Preciosa metáfora dramática de lo que será su propia historia.
Frente a estos demonios, Manuel García Valdés solo tiene su bondad y el sentido del humor trágico con que nos va contando su historia. Su voz no juzga a nadie, solo pinta con sarcasmo y alegría la vida de un hombre libre en un tiempo sin libertad.
Y por fin el alcohol y la euforia nos dicen fugazmente que la madre se suicidó, en una frase sutil, perdida en el monólogo, sin entonación sígnica especial. Manuel García Valdés está ya en el último acto de su vida, en la mejor interpretación de su carrera, a punto de morir en escena sin más público que el que respira tras la cuarta pared.
El espectro de la madre, encarnada por una Amparo Bueno casi transparente, cruza la escena y vierte unas incitativas gotas de veneno en la copa de champán de cristal de roca. Después se sienta sobre el sillón que está en el centro de la escena. Manuel bebe con serena prisa el champán envenenado y va a morir en los brazos de su madre recreando la Pietà de Miguel Ángel. Es el broche de oro para una vida de sueños y sufrimientos de otro tiempo que no debemos olvidar.
La liturgia del teatro se ha cumplido. Un centenar largo de espectadores aplaude puesto en pie a un Antonio de Padua que lo ha dado todo. Y la ovación cerrada se repite tres veces más: para Juli, para Ignacio y para todo el equipo técnico. Cae el telón, se apagan las luces, las voces lejanas de los espectadores más rezagados se van diluyendo en el tráfago de la calle y yo me quedo allí, solo, sentado en la primera fila, mirando el vacío que hace unos minutos estaba lleno de vida, asombrado, una vez más, con la magia del teatro.